21 noviembre 2010

El Origen


No recuerdo cuándo tuve mi primer pensamiento sexual. Supongo que no hay un momento exacto en la vida en el que aflora el sexo en la mente de las personas.

Lo que sí recuerdo es esconderme de mis padres para jugar con mi muñeca Barbie y su novio Ken, desnudarlos y juntarlos furtivamente, y sentir un hormigueo de culpabilidad nacido desde la mayor inocencia. Creo que ya siendo una niña sentía cierta excitación física. Aunque obviamente ignoraba qué significaba todo aquello, sabía que “estaba mal”, que era algo sucio… ¡y bendita suciedad, según descubrí más tarde!

También recuerdo mis inicios en los placeres de la masturbación. Empecé a tocarme muy jovencita, explorándome, sintiendo algo nuevo que al principio me recordaba a las ganas de hacer pis. Sí, sí, de hecho en alguna ocasión corrí de mi cama hasta el cuarto de baño pensando que me meaba encima. Pero no, ni gota. Con el tiempo empecé a distinguir las sensaciones, a disfrutar de ellas y tuve mis primeros orgasmos sin saber siquiera que aquello que yo hacía era masturbarme.

He de decir que hasta los 11 años aproximadamente yo me había tragado la historia que me habían contado porque no tenía motivo alguno para dudar de ello: cuando un chico y una chica se quieren, se besan. Y entonces, unos bichitos pasan de la boca del chico a la de la chica, etc. La primera vez que vi una ilustración (puramente educativa y desprovista de connotaciones lujuriosas) en un libro de texto del colegio, de lo que era la penetración, pensé que debía de ser una especie de metáfora. No entendía muy bien por qué dibujaban aquello, pero no me parecía posible.

Con el tiempo, ya en la adolescencia, fue creciendo mi interés por mi propio cuerpo. Cuando me encerraba en el baño para ducharme, me gustaba tocarme frente al espejo; ver cómo mi clítoris se hinchaba y enrojecía,  para ver qué aspecto tenía yo haciendo esas cosas… y en el momento del clímax, poder ver las contracciones orgásmicas en la entrada de mi vagina y el rubor intenso que invadía mi cara.

Durante toda mi infancia fui a colegios de monjas y mis abuelos se encargaron de alimentar en mí la sensación de pertenencia religiosa que me hacía ir a misa todos los domingos, resistirme a decir palabrotas hasta los 13 ó 14 años, sentir una gran liberación al confesar mis pecados… Pero no, nunca me confesé ante el cura de lo que hacía con mis dedos en la intimidad. Quizá en algún momento me sentí culpable ante Dios… pero aquello duró poco. Me dejé llevar al lado oscuro, a un reino de hedonismo donde tenía un sinfín de orgasmos a mi disposición.

Volví a sentir cierta culpabilidad tocándome cuando llegó mi primer amor. Yo tenía 12 años y creo que llegué a cruzar con aquél chico de mi colegio 3 ó 4 frases en total a lo largo del año que me duró el encoñamiento. Me dio fuerte, la verdad. Pensaba en él a todas horas e incluso lloraba por la sensación de vacío que me producía no tener acceso a él. Pues bien, durante esos largos meses de iniciación sentimental, hubo momentos en los que se conjugaron el amor que sentía y mis juegos íntimos, y debo confesar que las primeras veces que me masturbé pensando en él, tenía que apartarle enseguida de mi cabeza porque para mí él era algo tan sagrado que no podía ensuciarlo con mis mundanos actos de autocomplacencia. Con el tiempo me liberé también de eso.

Al echar la vista atrás, me sorprende descubrir cómo con tan pocos años se empieza a formar ese lado obsceno, guarro, hambriento y deliciosamente lujurioso que creo que todos, o muchos, llevamos dentro.

2 comentarios:

  1. ...y no te has quedado ciega haciendo esas cochinadas? jajaja
    Vaya con este mundo occidental, tan adelantados en algunas cosas y tan atrasados en otras...

    ResponderEliminar
  2. Me imagino que esto le pasará a la mayoría de la gente...
    Aunque también sé de quien no llega a liberarse nunca. Y es una lástima...

    ResponderEliminar